Estaba decidida, lo había reflexionado durante un largo tiempo. Iba a salir por la puerta. No llovía, no tronaba. Tampoco había ningún amante o compañero que la esperase en el portal. Quería que fuera algo sencillo, nada peliculero o extravagante, simple.
Miró el reloj de la mesilla de noche. 3 a.m. Había llegado el momento. Se libró silenciosamente de las sábanas, se cambió de ropa y, con extremo cuidado, sacó la maleta del armario para llenarla de las prendas y enseres que había seleccionado durante los días previos. Camisetas, La Colmena, pantalones, El Buscón, un abrigo, Frankenstein, el paraguas, El estudiante de Salamanca, las zapatillas, Campos de Castilla, iban siendo colocados en la bolsa de viaje como si de un tetris sse tratara.
Echó una última ojeada para comprobar que no se había olvidado nada imprescindible. Bueno, el ordenador se lo podía llevar, al fin y al cabo se lo había regalado, técnicamente era suyo. Apagó la luz y recorrió a tientas el pasillo del piso. Los ronquidos de sus padres, ajenos a lo que ocurría interrumpieron el silencio que reinaba en la casa. Se paró de golpe. Respiró hondo y siguió caminando hasta llegar a la entrada. Frente a la puerta, alargó la mano derecha para aferrarla al pomo, girarlo, abrir, salir y cerrar esa puerta por última vez. Hecho el ademán, fue incapaz. Los dedos se negaban a cumplir sus órdenes.
“Llevas algo que no es tuyo y lo sabes. Déjalo”.
Tenía razón. Era un hecho del que precisamente se avergonzaba. Había sustraído una pequeña cantidad a sus progenitores. Sacó el sobre con el dinero del bolsillo trasero y lo depositó en la mesa de la cocina. Ahora podía marcharse con la conciencia relativamente limpia.
“Sigues llevándote algo”.
¿El qué?
“El dinero”.
¡Pero si lo acababa de devolver! Lo que llevaba encima eran sus ahorros. Aunque, de todas formas, sus padres la habían mantenido hasta entonces, sin necesidad de utilizar lo que había ganado durante el último verano. Realmente no era del todo justo quedárselo. Lo dejó junto al sobre y volvió a intentarlo.
“Eso tampoco te pertenece”.
La ropa, los libros, la maleta, incluso aquello que llevaba puesto de algún modo seguía sin ser suyo. O bien eran regalos o bien se habían comprado con dinero ajeno que no se había ganado. No pudo evitar que las lágrimas empezaran a brotar de sus ojos y fluyeran por su tez juvenil y blanquecina. Se deshizo de la maleta y se quitó los zapatos, los calcetines, los pantalones, la chaqueta y la camiseta hasta librarse de la ropa interior. Desesperada y frustrada intentaba hacer girar el pomo en vano. Era imposible. La habían alimentado, educado, vestido y arropado. Le habían inculcado ideas, creencias y gustos. Era un producto de su invención. No podía huir, estaba atada a esas paredes, a esas personas, a esos años pasados.